Una cueva turquesa, toda turquesa,
paredes, suelos y techos preciosos, y yo
alucinaba… Apareció ella, una mujer de cabellos blancos resplandecientes, muy
largos muy bien peinados, bella, bellísima, serenísima, proyectando su gran
paz, me habló, me arrulló con su voz: “Ese no es, ámalo pero recuerda que ese
no es, todavía no, pero vendrá y tienes que creértelo siempre porque te está
esperando. “
De pronto aparecí fuera de la
cueva turquesa, me encontré en un camino de tierra con muchos recovecos y
bifurcaciones, no sabía cuál tomar, no sabía qué hacer, todo era confuso.
Entonces escuché un silbido, como esos que haces para llamar a tu perro, y
decidí seguir el camino del sonido, del silbido… A menos de 400 metros comencé
a escuchar los ladridos de un gran perro, que llegó rápidamente a mí como si me
estuviera buscando. Comenzó a saltar contento a mi alrededor, moviendo su cola con gracia. Los sonidos del
silbido seguían… Grité: - ¡Por aquí!
¡Aquí está su perro!- . Y
apareció él, un hombre muy alto, muy fuerte, con unos ojos azules como el cielo
cuando el sol nos alumbra con suavidad mañanera… unos ojos turquesa… Así fue mi
estancia en el Gran Cañón:
Muy grande, muy fuerte. El
turquesa inundaba mi vida, mi corazón y todo mi ser.